20 ago 2009

LOS LIBROS DE LILLIPUT

El Bloem-hofje en todo su esplendor

¿Por qué se permiten los libros microscópicos? Son fáciles de transportar y fáciles de guardar, razones que justifican la existencia de los libros de bolsillo, no la de sus pequeñísimos parientes. Para los que piensan que todos los libros nacen para ser leídos, los libros liliputienses no son libros. Así pensaba Bernard Shaw, cuando respondió con la carta más desagradable que pudo –y pudo mucho–, a la petición de escribir una historia que aumentara la biblioteca de la Real Casa de Muñecas de la Reina María, la abuela de Isabel II de Inglaterra. No. Los libros miniatura no son libros de bolsillo. Poco prácticos e ilegibles, son lo contrario a los diminutos volúmenes que Napoleón mandó llevar para combatir el tedio durante sus campañas o a la Proclama de la emancipación que los negros de la Unión llevaban en sus bolsillos. Y es que algo tan simple como las veces que se doblaba el papel salido de la tina marcó el nombre y el tamaño de los libros. Folio es el pliego doblado una vez. Apto para obras de arte, cartografía o similares. Un libro en cuarto es el resultado de un nuevo doblez. Ideal para tratados científicos y de estudio. Las obras literarias prefieren el octavo o el dieciseisavo, éstos ya de unos escasos doce centímetros de altura. Libros hay en treintadosavo e incluso en sesentaicuatroavo, que apenas alcanzan los siete centímetros de estatura. Cuidado. Más allá, entramos en el terreno de los libros en miniatura.


Antes de la imprenta los libros diminutos necesitaban de una caligrafía minúscula y la letra escrita a mano podía ser, en verdad, muy pequeña. Cicerón refiere el caso de un hombre que escribió la Ilíada en un espacio tan reducido que cabía en una cáscara de nuez. La anécdota atormentó durante siglos a muchos eruditos en asuntos banales, hasta que en 1670 el Obispo de Abranches demostró que era posible. Eran años en los que todos los hombres querían sentirse cerca de Dios, muchos libros eran de caracter religioso y algunos lectores querían llevarlos siempre de la mano, sujetos a un asa o colgados del cinturón. La palabra de Dios convertida en un talismán pensado para estar en contacto con el propio cuerpo. Pero llegó un momento en el que el proceso de miniaturización cobró vida propia y caminó por si mismo, como para poner a prueba la suprema habilidad de los que podían dar forma a esos diminutos cuadrados de papel. Peter Schöffer, un antíguo colaborador de Gutenberg, fabricó uno de sólo 94 milímetros de alto y en fecha tan temprana como el año 1475, Jenson alcanzó con un Officium Beate Marie Virginus los 89 milímetros. En 1674 el impresor Benedikt Smidt pulverizó todas las marcas confeccionando en Amsterdam el libro más pequeño que existió hasta 1900, un mediocre poemita titulado Bloem-hofje. Tan sólo sus 11 milímetros de alto por 9 de ancho y una delicada cerradura en la tapa nos evita leer semejante nimiedad.

galileo
El Galileo, como se le conoce popularmente

Todas las épocas han necesitado de sus propias obsesiones, y el siglo XVIII se estrenó con los mejores impresores de Europa soñando con la idea de fundir el juego de tipos más pequeño de la historia. Un logro así, pensaban, significaría la gloria para su creador. Henri Didot sentía la misma urgencia y se aplicó a ello en cuerpo y alma, participando en una frenética carrera frente a los tipógrafos de todo el mundo. Por fin, a los 66 años, grabó su famosa letra Microscópica. Un diminuto tipo de 2,5 puntos de tamaño –menos de un milímetro– que sus rivales admiraron por su legibilidad. Y así, desde 1830, la Microscópica fue el nuevo objetivo a batir por todos. Se convirtió en una hazaña inalcanzable, en un mito, hasta que el italiano Antonio Farina consiguió lo que parecía imposible: grabó el Ojo de mosca. Con sus 2 puntos, el tipo más pequeño creado por la mano del hombre hasta el día de hoy. Largos años estuvo encerrado en los chibaletes sin que ningún impresor osara hacer algo práctico con él hasta que en la ciudad de Padua los hermanos Salmin decidieron afrontar el desafío. El tipógrafo Giuseppe Gech, al frente de un pequeño equipo de mártires, sacrificó tres años al delicioso tormento de componer una Divina Comedia que probara que él y sólo él era capaz de domar al Ojo de mosca. Cuando presentaron aquel librito en la Exposición Universal de París de 1878 lo saludaron como una de las maravillas del mundo, pues bastaban sus 57 milímetros de altura y el vértigo ante lo infinitamente pequeño, para asombrar en medio de aquella feria de portentos. Pero el perfeccionismo y la envidia son dos defectos que nunca se pueden aplacar. La admiración por haber conseguido dominar el Ojo de mosca se mezcló con cierto desprecio por los amplios márgenes del libro. Un cuerpo tan diminuto, murmuraban, podría encarnarse en algo aún más pequeño. Así que los despechados hermanos Salmin volvieron a la carga con La carta de Galileo a la señora Cristina de Lorena. Una cabezonada como volver a construir la Gran Pirámide porque a algún turista le disgusta el color de la piedra. La rabia dio su fruto y desde 1896, es el libro más pequeño del mundo impreso en tipografía. Sus 15 milímetros de alto por 9 milímetros de ancho, representan una de esas absurdas hazañas verdaderamente memorables que honran una vida. Piensa, lector, que Giuseppe Gech volvió a coger con sus pinzas uno a uno los 24.102 caracteres del tamaño de la cabeza de un alfiler para colocarlos de nuevo en el componedor. Había que montar las formas, revisar las pruebas, tenían que corregir las erratas. No es de extrañar que muchos de los que consagraron sus ojos a terminar el trabajo arruinaran para siempre su vista. Auténticos héroes de una civilización, ¿quién se acuerda hoy de ellos?
Nota http://www.librosmalditos.com/files/libros_liliputienses.php

2 comentarios:

Marcos dijo...

Vilma! Paso a devolverte la visita! Me encanta cómo te has transformado en toda una blogger!
Felicitaciones! Un abrazo!

Marcos

Anónimo dijo...
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