En 1653, Sabbatai Zevi, uno de tantos mesías que el pueblo de Israel se ha dado, decidió afirmar su autoridad casándose con los Rollos de la Ley. La boda se celebró en Salónica ante numerosos testigos y mientras la Torá aguardaba impaciente a su esposo vestida de novia, Sabbatai deslizó el anillo en uno de los rodillos que sirven para desplazar el texto. Es el único caso que se recuerda de un hombre casado con un libro, y no ante un libro. Con ser mucho, no es nada comparado con la devoción que Frederic R. Marvin guardó a su favorito. Exigió que tras su muerte abrieran su pecho, y bajo las costillas, bien cerca de su corazón, enterraran cierto pequeño volumen que había atesorado durante largos años.
Pasión más devoradora fue la que aplastó a Fray Vicents, un monje secularizado que vivió como librero de viejo en la Barcelona de 1830. Una bibliofilia incurable hizo del propio Vicents su mejor cliente. Un mal día un grupo de estudiosos se unieron en su contra para arrebatarle en una puja un valioso incunable. El librero no paró hasta asesinar a los cinco molestos competidores, y así poder acariciar a su antojo el valioso tesoro por el que vivía y respiraba. Su amor por los libros fue tal, que acabó matando a sus clientes para recuperar aquello de lo que con tanto dolor se desprendía. Fue encontrado culpable, pero la auténtica condena le llegó al enterarse que aquel maravilloso volumen no era único. Otro ejemplar campaba en una biblioteca de Francia.
Johann Georg Tinius, Santo Patrón de los bibliópatas
Hay más historias ahí fuera que nos hablan de libros condenados, malditos e impuros, querido lector. Te dejo con una de ellas, y espero que te sirva de distracción en las tardes veraniegas. Sale del lápiz de Steve Ditko, un buen dibujante que se hizo famoso al crear a Spiderman. Para ojearla, sólo has de pinchar en la primera foto que ilustra este artículo. Y piensa que la bibliofilia es una pasión engañosamente mansa, más ocupada en sobar papeles que en leerlos.
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