El afán de conservación asume dos formas: la recopilación y la transmisión: la Biblioteca y la Escuela. La Biblioteca obedece a la necesidad de preservar en lugares sagrados ciertos textos tan indispensables a la vida del grupo como las transacciones religiosas y las políticas (aun las comerciales). También los fastos del monarca, cosa no sólo del orgullo, sino más aún, enriquecimiento y adquisición espiritual para el pueblo. Tales fueron seguramente la colección de los medos en Ecbatana, de los persas en Susa y las jeroglíficas de Cnoso, todas ellas contemporáneas de la XII dinastía egipcia; acaso también la del caldeo Sargón, primero de este nombre, en aquella lejana Uruc (Warkah) que mereció llamarse la Ciudad de los Libros (c. 3800 a. c.). Sobre los comisionados viajeros que aquellos monarcas encargaban de adquirir y copiar reliquias, nos informa cierta carta dirigida por un rey asirio a alguno de sus oficiales (s. VII a. C.). Asurbanipal o Sardanápalo —del siguiente siglo— reúne en su palacio de Nínive diez mil tabletas Cuneiformes, que estaban catalogadas y ordenadas y a las que el público tenía acceso. Babilonia conoció sistemas para la circulación de los textos por todos sus dominios. Rival de Babilonia en cultura, la egipcia Heliópolis mantiene un colegio de escribas donde se custodian los textos sacros de Tot y los numerosos comentarios que datan de 6000 a. C., todo lo cual constituye como una primera Enciclopedia. Diodoro Sículo describe las famosas colecciones de Osimandías, que acaso sea el orgulloso Ramsés II cuyas glorias canta Pentaur. Esta biblioteca, la mayor que conoció el Oriente, data de los siglos XIII y XII a. C. La inscripción que se leía en sus puertas —“Tesoro de los Remedios del Alma”— es un expresivo testimonio. Y cuenta una leyenda, posterior en unos cuatro siglos, que el mago y humanista Setna, hijo de Ramsés II, no vaciló, para apoderarse de un manuscrito del dios Tot, en violar una sepultura, con ser lo más respetado entre los egipcios.
Si no estáis cansados de seguirme en esta excursión que sólo he emprendido para mi deleite, todavía podemos llegar al imperio chino, época del rey Kao-Ti, fundador de la dinastía Han, año 202 a. C., quien logró reunir no menos de diez mil manuscritos, que sus herederos aumentaron con creces. Tras la invasión del budismo en el primer siglo de nuestra Era, la manía antológica alcanza en China los límites del delirio. Hay obras que por sí solas constituyen una biblioteca. Uno de los Tolomeos, hambriento de lecturas, negaba el trigo a los atenienses mientras no le entregaran los manuscritos originales de Esquilo, Sófocles, Eurípides. Pasan seis centurias, y el persa Cosroes consiente en gastar una fortuna para que su médico Berzuyet sustraiga de la India aquel ejemplar de las fábulas budistas —el Panchatantra—, después traducidas y conocidas bajo los títulos sucesivos de Fábulas de Bidpay, en Persia y Calila y Dimna entre los árabes. Valía una fortuna, en efecto, el acercar por las escalas de Oriente a aquellos dos lobos cervales que, con su carga novelística a cuestas, habían de recorrer el tiempo y el espacio, de modo que su paso se deja sentir lo mismo en la Europa medieval que en los novellieri renacentistas, en el teatro isabelino, en La Fontaine, en Samaniego e Iriarte, en los cuentistas infantiles de nuestros días. La afición de los libros pára al fin en aquella manía que Holbrook Jackson analiza con más erudición que gusto (The Anatomy of Bibliomania). La Biblioteca, a su vez, dará origen a nuevas técnicas auxiliares del método: la Biblioteconomía y la Bibliografía.
La Escuela. Si la Biblioteca representa la forma estática de conservación a la vez que la forma externa, la Escuela trata de injertar en el ser vivo todo el acervo literario. Este instinto de tradición o transmisión es común a los animales y empieza a ejercerse en la familia. La cadena enlaza a las generaciones de Amina a Mahoma, de Mahoma a Fátima—, mientras no aparecen aquellas catástrofes incubadas al calor del misticismo entre los proletariados exteriores a las culturas. De tales catástrofes (Toynbee) nacen las civilizaciones nuevas, tras un interregno de disturbios. La primera pedagogía, y su perenne técnica mínima, es la memoria, que tan apegadamente imita, para la continuidad del espíritu, la continuidad biológica del individuo y las especies: aquellos “caminos que andan” en la descendencia material de padres a hijos. La interrupción, pues, de las culturas puede representarse como una dolencia escolar, colapso de Mnemósine— que una que otra vez llega al ilapso. A veces, las rupturas logran remendarse, como junta Isis, después del sparugmós, los dispersos miembros de Osiris. En la India, es de creer que los compendios budistas se establecieron sobre documentos del recuerdo. De igual manera, en la Grecia de los Pisistrátidas, los diaskevastasfijan y coordinan los Poemas Homéricos, que amenazaban desgarrarse en el ímpetu de la difusión, como hoy rehace el folklorista los ciclos de romances viejos, recogiendo en boca del pueblo los trozos conservados. Así, en la China del siglo II a. C., después de la Destrucción de los Libros a que se entrega el furioso Shi-Wang-Ti, los letrados consiguen restaurar —sacándola más o menos intacta de su pecho— la sabiduría de los mayores. El esfuerzo por suturar los colapsos de la memoria asume frecuentemente, en la historia, un aspecto que corresponde a la superstición antropológica, según la cual el matador absorbe las virtudes del enemigo muerto. Roma, vencedora de Grecia, se opone a la escuela de la cultura helénica. El Califa Omar, en 642 d. C., destruye el tesoro de la antigua ciencia, conservado en la Biblioteca de Alejandría (aunque se le adelantaron y lo secundaron activamente los monjes salvajes que venían de los desiertos de la Tebaida y abominaban de la diabólica letra escrita). Y, poco después, vemos a los árabes mismos, en Bagdad, en El Cairo, en Córdoba, esforzándose por dar nuevo aliento a todo el saber aniquilado. Memoria es continuidad y tradición. Conforme crece la confianza en el signo gráfico se va abandonando el cultivo de la memoria viva. Se comprende la utilidad del saludable ejercicio mnemónico para los pueblos que conservaban en versículos toda su sabiduría y sus reglas prácticas. Sólo la memoria, escuela mínima, incorpora efectivamente la cultura en la vida. La pedagogía que descuida la memoria tiene que esperar demasiado a que las especies sean comprensibles por la pura razón. ¡Era tan fácil depositarlas a tiempo entre las reservas interiores, en tanto que asoma el entendimiento! Cuando volvemos la cara, ya es tarde. ¡Pedagogía de las “mangas verdes”! ¡A buena hora quiere convalecer el árbol torcido! Mal empieza el niño que no asimila su docena de fábulas; mal empezó el joven que no asimiló su veintena de poemas clásicos.
Ahora bien, esta incorporación viva de la memoria, que permite movilizar en cualquier instante y a lo largo de una existencia las especies del conocimiento transmitido, es el fundamento de toda educación y todo humanismo. En efecto, se educa en primer término para poder improvisar, y sólo en segundo término para saber dónde están los textos de consulta. Y en semejante poder de improvisar reside el verdadero humanismo, o servicio inmediato y constante de la inteligencia en la vida. ¿Queréis un símbolo de muy grata recordación? Evocad a Erasmo que en las jornadas de un viaje entre Italia e Inglaterra, para no perder el tiempo en conversaciones insípidas, escribe el Elogio de la locura, verdadero alarde de la memoria, insigne caso de “actualización” de toda una herencia cultural, convertida en propia naturaleza. (Es verdad que la erudición advierte, en este ameno opúsculo —lo advierte con una sonrisa— que Erasmo, “en el calor de la improvisación” como se acostumbra decir, atribuye a Sócrates la idea de las dos Venus, la Urania y la Terrestre, y las dos naturalezas del Amor, todo lo cual el Simposio lo ponía en boca de Pausanias.)
En los ejemplos referidos se advierte cómo la Crítica ha alcanzado técnicas propias, emparejadas al empeño de conservación y comprensión de la cultura. El caso de la Pedagogía es impresionante. Al punto que algunos escépticos se preguntan si la Crítica misma no será una exacerbación didáctica, una fisonomía hipertrofiada bajo el creciente empeño de transmitir a los hijos el repertorio de la experiencia. El último grado de exaltación que se ha concedido a la Crítica —sin duda para evitar las confusiones con el sentido vulgar de la palabra y con el ejercicio meramente impresionista, ornamental o desordenado de la función— es concederle las charreteras científicas y el derecho a una metodología estricta, seca, sistemática: a esto se llama la Ciencia de la Literatura, la cual naturalmente debe aprovechar y respetar en lo suyo las demás manifestaciones críticas, independientes y caprichosas, de que al fin y al cabo se alimenta como el río recibe las contribuciones de los torrentes y regatos.
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