21 jun 2010

LA BIBLIOTECA DEL FUTURO

 
Déjame que te cuente que está en construcción, en el campus de la Universidad de Chicago, la primera biblioteca del futuro.  En una esquina de la calle 57, junto a la biblioteca central, puede verse el armazón de acero que sostendrá la cúpula elíptica de vidrio, de 35 pies de altura. El domo, armado como un mecano tubular, hace pensar en la edificación de un templo; su figura articulada, sin embargo, no postula otro culto regional, sino el cultivo de la lectura favorecido por la tecnología. En este caso, la cúpula de vidrio más que al estilo se debe a la ecología: favorecerá la iluminación natural. En la economía simbólica de la arquitectura actual, el futuro alberga al pasado. La estética del derroche formal se ha vuelto redundante. Corresponde a la productividad modernista, según la cual el control tecnológico de la naturaleza nos haría más libres. Es cierto que ha aumentado la información y  mejorado nuestro plazo, pero el descontrol de ese imperativo optimista ha entrado en su ciclo catastrófico. Por eso, al pie de esta cúpula del siglo XXI, uno cree entender que la memoria escrita requiere la mejor tecnología, y que su enemigo actual no es la electrónica, sino el neo-oscurantismo que quiere tacharla.

El arquitecto de esta construcción, que evoca la forma primaria del habitat, es el alemán Helmut Jhan, de larga trayectoria académica y profesional.  (http://facilities.uchicago.edu/campusconstruction).

No hace todavía un mes que estuve en Granada y visité la vieja Biblioteca de la Universidad, un espléndido edificio renacentista, cuya vehemencia de espacio y pasión del detalle es propia de las encrucijadas andaluzas. Gracias a que tenían a mano el Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano, de Espasa Calpe, pude salvar una error en la transcipción de un cuento que Borges había dejado inédito, y que me tocó recuperar. Días después, volví a la Biblioteca de Cataluña, que como la otra había sido también hospital, ésta de estilo gótico, severo y recogido; la frecuenté a comienzos de los años 70, y allí leí las Obras de José Martí. Hace sentido que los libros se resguarden en antiguos hospicios, de por si hospitalarios. Son, por lo demás, los únicos espacios libres de las hordas inhóspitas del turismo.

Todos hemos frecuentado al menos una biblioteca donde, cuando volvemos, “el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie,” como en el poema de Vallejo. Si la conociste, recordarás el arduo crujir de la madera cuando el lentísimo bedel cumplía los pedidos en la antigua Hemeroteca de Madrid. Nunca terminaremos de agradecerle a las bibliotecas el tiempo que perdimos en ellas.

Pero si me preguntas cuál es mi biblioteca favorita tendría que volver a la Benson Collection de la Universidad de Texas, que recorrí los seis años que pasé en esa Universidad, al punto de que llegué a prescindir del catálogo. El mundo se divide entre las bibliotecas que te permiten ingresar a sus estantes, y las que te prohiben esa intimidad. Pero la que todavía me deslumbra es la modestísima biblioteca de mi escuela, donde el bibliotecario Fernández me permitía llevarme a casa colecciones enteras, sin sospechar que cada sección me cambiaba la vida. Hasta que el Quijote me enseñó que todos somos hechura de la parte de la biblioteca que nos tocó leer.

Uno, por lo mismo, llega a creer que la biblioteca del futuro será la que incluya todas las bibliotecas del pasado; incluso, y sobre todo, las que no hemos conocido. El tiempo que en ellas hemos cultivado no sólo da forma a nuestra biografía; alienta la idea de una comunidad de la lectura. Por eso, cualquier buen lector deseará que tus lecturas sean mejores que las suyas.

Construida 50 pies bajo tierra, la nueva biblioteca de la Universidad de Chicago pondrá en práctica lo que llaman el Automatic storage and retrieval system (ASRS), o “sistema automático de almacenaje y recuperación,” mecanismo que activa un brazo robótico que procesa tu pedido y lo trae en cinco minutos. Almacenerá de 3 a 5 millones de impresos.

La biblioteca lleva el nombre de Joe y Rita Mansueto, exestudiantes de UC, que han donado 25 millones de dólares para construirla. Joe, CEO de Mornigstar, obtuvo su MBA en Chicago,  y se dedicó a la inversión, la investigación financiera y la información. Rita trabajaba en el área de informática de la empresa.

En inglés, si eres muy rico tienes un serio problema: es muy difícil regalar tu dinero, aun si quieres hacerlo. Después de ser rector de la Universidad de Brown, Vartan Gregorian fue nombrado presidente de la Fundación Carnegie; a poco, recibió una llamada de Bill Gates pidiéndole lo asesorara en el arte de donar. Gates había regalado millones sin mayores consecuencias, pero como es un tío listo se dió cuenta de que no sabía hacerlo. Bill estaba seguro de que Vartan lo ayudaría a regalar su fortuna. Lo convenció de que debía donarla a los estudiantes más pobres, requeridos de ayuda para ingresar a la Universidad. Esta pequeña fábula, improbable en español, lleva moraleja: Nadie ha donado más dinero a los que quieren educarse.

Una vez, en Lima, me tocó ser director interino de la Biblioteca Nacional, pero pronto entendí que nada tenía el cargo de literario. Las dos sesiones que tuve con el personal fueron para presupuestar la reparación de unos baños estropeados por el último terremoto, y para comprar escobas y mantener presentable el recinto. Las bibliotecas, aprendí, no requieren de escritores ni mucho menos de figurones para dirigirlas, sino de bibliotecarios profesionales y veraces, capaces de asumir anónimamente su tarea. A nuestras bibliotecas les sobra simbolismo y les falta un patronato que las provea de escobas.
 
 

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